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jueves, 22 de noviembre de 2018

Sobre los poseedores de zapatos de invierno

Presentamos aquí el segundo texto de Katarzyna Czajka - Kominiarczuk, historiadora y crítica de cine. La autora está haciendo actualmente un doctorado en Sociología en la Universidad de Varsovia y escribiendo en el blog Zwierz popkulturalny (Animal de la cultura pop), del cual provienen estas líneas.

Miro por la ventana y sé que debo encontrar mis zapatos de invierno. No hay salida - una ligera capa de nieve cubre la calle. Seguramente está resbaloso. Y yo no sé dónde he puesto los zapatos de invierno con una suela realmente gruesa. Al buscarlos nerviosamente en el pasadizo, se me ocurre pensar en cuánto significa el hecho de poseer zapatos de invierno.

Tengo zapatos para el verano, tan ligeros, que siento cada rugosidad de la vereda, y otros para la primavera - cerrados, porque aún puede llover. Tengo unos para el otoño temprano y otros para cuando noviembre llega con la lluvia; para un invierno ligero y para un invierno tardío. Tengo zapatos con suelas gruesas y delgadas, forrados y ligeros. Zapatos para cada estación del año. No aquellas cuatro, marcadas por la división más simple, sino al menos seis. Pues cualquiera te dirá que no se atraviesa el comienzo de octubre, con los mismos zapatos, que el fin de noviembre. 

También tengo casacas. Una ligera para el verano, como para echarla en la mochila, por si pudiera llover; y otra de cuero, para setiembre, por si, de vez en cuando, sople un viento más frío. La ligera de otoño, para cuando hay que abrocharse y la más cálida, para las noches en las que soñamos con tener la calefacción prendida*. El abrigo invernal de rigor, para los días cuando estar en el paradero pareciera ser comparable a la conquista del polo. Añadamos a eso los gorros, bufandas, chales, guantes - los que tienen dedos y los que no los tienen. Medias abrigadas, camisetas, el bolso con la ropa de invierno, el bolso con la veraniega. Luego de unos cuantos meses, saludos y despedidas. Hasta luego, vestido ligero; buenos días, falda de lana; hasta luego, gorrito; hola pañolón. Ciclo inacabable de mover las cosas de un lugar a otro, igual nunca caben todas.

En medio de toda esa caravana de cambios de vestuario, siempre me pregunto, ¿cuánto define quién soy el hecho de la necesidad de poseer zapatos de invierno? Con cuánta facilidad asumimos totalmente la responsabilidad de quiénes somos. Obviamente, consideramos la influencia de la familia o la posición social, ¿pero del clima? Sin bromas.  Empero, cada vez que inicio mi limitación de movimientos invernal - pues cada movimiento innecesario de la mano es una pérdida de calor, me pregunto si sería acaso la misma persona, al no helarme. Pues hay gente en el mundo, que no conoce ese frío que te cala por dentro, cuando en una tarde de invierno esperas el bus, luego del anochecer. Que no conoce la sensación de replegarse sobre sí mismo, para no sentir ese viento terrible. Seguramente tampoco saben lo extrañamente maravilloso que es, cuando al fin, después de todo le invierno, se calza zapatos más ligeros y de pronto se siente con mayor intensidad el mundo bajo los pies. No como cuando una suela gruesa nos separa de él.

Y además eso no es todo. Desde octubre empezamos a vivir en un mundo, cuya falta de luz aceptamos con humildad. Nos arrimamos a las lámparas y lucecitas, tenemos visiones de una avería en el sistema de cómputo, que nos permitiera quedarnos en casa. Y es que salimos de ella cuando es oscuro, regresamos cuando es oscuro y el resto del tiempo lo pasamos suspendidos en un gris sombrío. Como que no llevamos la cuenta, pero en realidad la llevamos, de cuando el día empieza nuevamente a desarrollarse, se nos hace más fácil vivir, hasta lograr la plenitud en aquel instante veraniego, en el cual nos acostamos de día y nos levantamos de día. La clara división de las estaciones del año, facilita además, la ubicación en el tiempo. Ya florecen las lilas, hay castaños, todavía hay cerezas, los árboles ya lucen anaranjados, los charcos se cubrieron temprano de hielo, la primera nieve, los primeros brotes en los árboles. Cierras los ojos y puedes situar el recuerdo, ni siquiera ya en el día o el mes, sino también en el color cambiante de las hojas de los árboles.

Hay lugares en el mundo donde la temperatura es siempre más o menos similar. Donde la duración de los días y noches casi no varía. Hay países con un clima tan fijo, que cualquier desviación levanta sospechas. Hay gente que jamás tuvo que comprar zapatos de invierno. Y aquellos que sobrevivieron a la época de lluvias. Hay noches blancas y los crudísimos inviernos del Norte. Mientras sigo en el pasadizo, preguntándome dónde es que están mis zapatos, altos, pesados y un tanto grandes - como para contener medias gruesas, pienso un instante en todos esos lugares en los que siempre hace calor. ¿Seguiríamos siendo acaso nosotros mismos sin aquella entrañable añoranza del sol, sin la baja de ánimo en otoño, sin el conteo mental de los días y semanas que nos separan de la primavera? ¿Se apagaría acaso ese conteo, cayendo en su letargo específico, al tener en mente un sólo y único pensamiento: „Hasta la primavera, tan sólo hasta la primavera”. ¿Acaso trabajaría igual, pensaría igual, si no hubiera esa oscuridad que cubre la tierra de octubre a enero, haciéndome pensar en la cama, como en el lugar más hermoso del mundo? ¿Acaso se puede ser realmente feliz en un país en el que te hielas? ¿Acaso se puede ser realmente productivo, viviendo en una de esas cálidas latitudes geográficas?

Me viene a la mente la idea que tal vez no sea cierto, que lo que más divide a la gente en el mundo son las creencias religiosas y opiniones. Pues, finalmente, eso se puede vencer   a través del debate, el conocimiento mutuo, la conversación. Pero nada cambiará el hecho de que un habitante promedio de Egipto verá la nieve sólo unas cuantas veces en su vida, o que hay lugares en Kenia, donde la temperatura siempre es la misma - tan, pero tan fija, que para un keniano, el clima de Polonia puede ser demasiado cálido o demasiado frío. Qué lejos estamos de sí en esos recuerdos, en esa percepción del mundo. Qué extraño es vivir en Polonia, donde no soportamos el frío de los pueblos del norte, pero tampoco podemos gozar de la suavidad de los climas del Sur. Tal vez sea eso lo que nos convierte en seres tan taciturnos, suspendidos en la impotencia climática. ¿Acaso no deberíamos conversar con más frecuencia sobre hasta qué punto somos hijos del clima en el que vivimos? Tal vez eso haría que empezáramos a considerar la lucha por frenar los cambios climáticos como algo que atañe, no sólo a los científicos, sino también a nosotros mismos. No quiero pensar en un futuro en el que no conozca la nieve.

Al fin encuentro mis, un tanto grandes, zapatos de otoño. (Al menos cabrán las medias).  Si llueve demasiado, se mojarán y recordaré nuevamente lo terribles que son los zapatos mojados. En un momento me acuerdo de las huacas piramidales limeñas - están hechas de adobe, pero como allí nunca llueve, las huacas se yerguen desde hace años. Pienso que aquí no duraría mucho. Anudo la bufanda a la altura del cuello, y trato, al cerrar la casaca, de no dañar ningún fleco con el cierre automático; y pienso en cuánto toda esa ropa limitará mis movimientos, de qué manera tendré que planificar mi día, para cuánto menos, tener que ponérmela y sacármela. Al ajustar el gorro sobre las orejas, llego a la conclusión de que no sería yo misma, si no conociera esa sensación de pesadilla del cabello electrizado, bajo el gorro. Al ponerme los guantes, que convierten cada actividad en diez veces más difícil, se me ocurre la idea, de que hasta el uso de los teléfonos móviles me marca el paso del cambio de las estaciones. Cuando en noviembre empieza a llover a cántaros, el celular aterriza irreversiblemente al fondo de la mochila. Igual hace demasiado frío como para sostenerlo en la mano.

Al abrir la puerta hacia el mundo gris veo, que una ligera capa de nieve cubre las siguientes gradas de la entrada al edificio. Hago el primer paso. Está resbaloso, así que me voy de largo dos gradas hacia abajo. Al recuperar el equilibrio, respiro profundamente. Sigo viva. Mañana, indefectiblemente mañana, debo encontrar mis zapatos de invierno.

Katarzyna Czajka-Kominiarczuk
Traducción y notas: Isabel Sabogal Dunin-Borkowski

* En los edificios conectados a la red de Calefacción Central, los usuarios no deciden cuando es que ésta empieza a funcionar.


Nota: Estas líneas fueron escritas en diciembre del 2017, pocos meses ante de que empezaran a sentirse los efectos del cambio climático en Polonia. De todas maneras, el clima no ha cambiado aún del todo, por lo que esperamos que sirvan de guía para quien se sienta perdido en la realidad climática polaca.

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