- Siéntate y acomódate, Isabelita – me dijo Doris – Baraja las cartas, que tenemos aún mucho que conversar y mucho pan por rebanar. Acomódate, Isabelita, recupera tu capacidad creativa, suelta fuera todo aquello que te va torturando por dentro. Suéltalo y libérate para poder seguir avanzando, que aunque el viento haga que el tiempo sople a tu favor, éste sigue corriendo irremediablemente hacia delante.
Y heme aquí, como la niña sin nombre, reviviendo la historia al contarla. Y como la niña sin nombre había vuelto a mi ciudad natal, luego de haber atravesado el Cielo y el Infierno, confundida entre tiempos y culturas disímiles. Esta era la ciudad sin fin, de cuyas piedras y veredas iban surgiendo recuerdos ligados a la más tierna infancia. Esta era mi ciudad natal y a la vez no lo era, pues como dijera Doris al tirarme el tarot, alguna vez fui una ñusta incaica, lo cual irremediablemente me condujo al Cusco, y alguna otra vez anduve también entre la India y el Tibet. Se apoderaba de mí un cansancio de siglos. ¿Acaso no bastaba con las viscisitudes de esta vida en curso? ¿No quedaba acaso la esperanza de poder descansar al fin después de tanto trajín? Se sucedían no sólo los días, los meses y los años, sino también las vidas tras las vidas.
En alguna vida anterior había sido quemada por “brujita” y astróloga. Fui asesinada más de una vez y en más de una vida. De allí me venía el temor o desgano a juntarme con la gente, de allí el afán a encerrarme en una torre de marfil, a la cual casi nadie tenía acceso.
El mar seguía golpeando entre la niebla con su ritmo monótono, del cual estuve apartada tantos años, que me parecían siglos. Y la tarde gris se convirtió en una noche tenebrosa la vez en que me dejé raptar por los demonios. Invoqué a los ángeles con todas las fuerzas de mi ser, pero aquella vez no aparecieron...
Lima, cinco de octubre del 2006