Entre el Cielo y el Infierno, un Universo dividido (fragmento)

Recuerdo aquella tarde en la que me raptaron los demonios. Era un día odioso y gris, que se expresaba en una garúa permanente sobre las calles vacías y tristes, llenas de nulidad y llanto, bajo una neblina espesa. Recuerdo que las alumnas salían del colegio de enfrente, con uniformes de un gris oscuro, que hacían aún más gris el día, riendo por haber acabado un día más de tortura en camino hacia la libertad del domingo, andando apretujadas contra las paredes para llegar lo más pronto a casa, donde olvidándose de todo, soñarían con un futuro enamorado.
Yo las contemplaba desde la ventana de mi pensión y una tristeza infinita invadía mi ser. Vivía en la pensión que dirigía mi odiosa abuela, llena de niñas grises que fingían hacer sus tareas y acostarse temprano, mientras se la pasaban chismeando historias obscenas. Mis ojos eran celestes de una claridad transparente que no expresaba nada y las hacía temblar de temor y admiración.
- Pareces una muñeca – me decían – Una muñeca sentada en una vitrina.
Se referían también a que jamás abría la boca para contarles algo, e incluso me creían semimuda. Partían todas las mañanas al colegio de enfrente, y podía observar las sonrisas y muecas escondidas que me mandaban a través de la calle, cuando la maestra no se fijaba en ellas. Claro que no todas vivían en la pensión; algunas nada más. Odiaban a mi abuela y querían que se muriese de vieja para poder sentirse libres riendo y bailando.
Yo también la odiaba. Me regañaba y pegaba, bañaba en agua helada y peinaba con un peine puntiagudo que me arrancaba cabellos enteros de la cabeza. Me había sacado de la casa de mi bisabuelita, donde fui feliz.
Era ésta una casa blanca y alegre, con espaciosos jardines, por los cuales corría tras las mariposas entre una nube de flores que volaban cual si fuesen pájaros. Tenía un hermano que jugaba conmigo a las escondidas, me enseñaba un montón de cosas, y cargaba cuando me cansaba. Mi bisabuelita paseaba tranquila y sonriente con un rosario en la mano, que sólo ella podía tocar. Teníamos un canario dorado que cantaba tristemente en su jaula, hasta que un día lo solté para siempre. Lloré aquella noche por haberlo perdido, pero es que no podía aguantar su llanto.
Había sido muy feliz en aquel lugar, pero mi abuela no me permitía recordarlo, diciendo que todo eso era sueño o imaginación mía y que nunca había existido. Y que no saliese a la calle, porque los demonios me raptarían. Como era mentirosa, no le creía nada, solamente eso. Ya en la casa de mi bisabuelita habían tratado raptarme, entando de noche, y casi mataron a mi hermano que me defendía. Si no fuera por eso, hace tiempo que me hubiese escapado.
- ¡Bisabuelita, bisabuelita! – lloraba silenciosamente de noche - ¡Hermano mío, vengan y llévenme de aquí para siempre!
Me contestaban las cuatro paredes vacías de un cuarto que exhalaba oscuridad y frío. El reloj de mi abuela daba las doce: las campanadas sonaban lentas y medidas como la advertencia de un día más de desamor y sufrimiento. En la habitación de al lado cuchicheaban las chicas, hasta que se despertase la abuela.
- Susy se besó con un chico detrás de la iglesia – decían – Dice que era como si tuviese cosquillas por todo el cuerpo.
El viento sollozaba largamente, silbando por entre las calles. Uno que otro paso rompía el equilibrio de esas horas.
- Tal vez sean los demonios que vienen a raptarme – pensaba asustada, y me escondía bajo las frazadas.
Aquel día, mirando a través de la ventana, repasaba toda mi vida y me sentía terriblemente grande, tan llena estaba de recuerdos.
- Antes vivía en casa de mi bisabuela, ahora en la de mi abuelita – pensaba – Primero tenía un canario, después una gata con crías y una cría se ahogo, y también un perro. He crecido tanto que todo me queda corto y apretado, y mi abuela ya no me cose la ropa, sino que me pone la de las niñas más grandes, para que me dure bastante tiempo.
Luego pensé en mi madre. Jamás había pensado en ella y ni siquiera sabía quien era. Antes creía que no existía. Como vivía encerrada en casa de mi bisabuelita, sin conocer a nadie más que a ella y mi hermano, ni sabía que otros niños tenían a su lado una mujer que llamaban mamá, y un hombre que le brindaba cariño, o que si la había abandonado por otra, fue alguna vez una presencia concreta y real.
Recordé las cartas que le llegaban a mi hermano. Escritas sobre un papel fino y oloroso, traían consigo cajas de bombones envueltas con cintas rosadas.
- Me lo mandó mi papá – decía mi hermano convidándome el contenido.
- Se lo mandó su papá – decía mi bisabuela.
Conforme iba creciendo, el papel se volvía más áspero, y pistolas de juguete con libros reemplazaban a los bombones.
- Es que me estoy haciendo hombre – reía mi hermano.
Ahora ya era grande y las chicas me habían explicado que toda persona tenía una madre de cuyo cuerpo salía, y todas un padre, con la excepción de Cristo que tenía a Dios. Dije que no captaba la diferencia pues Dios seguía siendo su padre, y ellas rieron ruborizadas.
Recordé también la escena que ocurrió uno de los primeros días de mi estadía en esta casa. Yo había bajado a la cocina y vi a una mujer que se calentaba junto al fogón. De mediana edad, delgada, pálida y mal vestida, su cabello lacio tenía una tonalidad nunca vista, entre naranja y castaña, parecida al fuego. Sus ojos oscuros que miraban cual dos navajas frías, malas y calculadoras, y su sonrisa semidiabólica, la hacían resaltar como algo raro e inhumano dentro de lo rutinario.
- ¡Mira, es tu madre! – dijo mi abuela que la acompañaba desde cierta distancia - ¡Es tu madre!
La mujer alzo hacia mi los ojos y noté que su mirada de odio poseía también dulzura y dolor. Sonrió y su sonrisa amarga descubrió unos colmillos demasiado alargados para un ser humano. Alargó sus brazos hacia mi, y ya se levantaba como para cogerme, cuando mi abuela empezó a gritar:
- ¡Vete, vete! – vociferaba echándole una agua olorosa - ¡Vete, criatura del demonio!
Me perdí entre el humo y el caos y no recuerdo nada más, puesto que desperté afiebrada y en cama al próximo día.
- Seguramente fue una pesadilla – contestó mi abuela a todas las preguntas - ¿Acaso no sabes que no tienes madre? Te encontramos un día tirada en la puerta de la calle y nos apiadamos de ti por caridad cristiana.
Sin embargo no recordaba haberme acostado antes de aquel sueño. ¿Me habría quedado dormida entre el cuarto de estudio y la cocina?
Ese recuerdo me trajo a la mente a los demonios y los vinculé con mi madre. ¿Tendrían algo en común? ¿Y dónde estaba mi padre? ¿Por qué me dejaron tirada en una calle fría y oscura? ¿Qué era de mi hermano y mi bisabuela? Pensé que ya era grande y que debía conocer el mundo. Jamás había salido de esta casa ni de la de mi bisabuelita, y cuando me trajeron aquí, lo hicieron en un carro a toda velocidad, metiéndome en un costal de papas, como si fuera cualquier cosa.
- Si me han de raptar los demonios, que me rapten – pensé – No creo que el infierno sea mucho peor que esta casa.
La vida en la pensión además de ser fea, era aburrida. Todos los días pasaba lo mismo. De desayuno, un pan y un café con leche; de almuerzo, sopa de sémola y puré de papas con alguna verdura; de noche polenta. Siempre la misma correa para pegar a las chicas; una correa de cuero, roja y dura. De noche siempre la misma niña haciéndomelas mismas confidencias. Era rubia, de ojos claros, y venía a llorar a mi cuarto.
- Mi mamá era una condesa veneciana – contaba – Venecia es un país con ríos en vez de calles, y lanchas en vez de carros. En vez de mercado, venden las cosas sobre un puente bien alto, y si alguien se cae, se ahoga.
Su mamá que la quería mucho, vestía trajes elegantes y leía libros cultos, murió envenenada por una envidiosa amante de su papá. Desde entonces, esta niña vivía en la pensión. De vacaciones viajaba donde su papá, que no se ocupaba de ella, dedicado a las muchas queridas que tenía, dejándola al cuidado de una niñera, la cual le ponía vestidos apretados y llevaba a fiestas donde niños desconocidos no la saludaban y se burlaban de ella.
Ya no aguantaba más esta casa, ya no la aguantaba. Tenía que escaparme de una vez por todas. Sino lloraría todos los días por no haber aprovechado la oportunidad que me daba el ánimo aquella tarde.
Sin pensarlo más, bajé corriendo las escaleras. La puerta estaba entreabierta para dejar entrar a las niñas que regresaban del colegio. Salí a la calle y me fui caminando. Como me vestían con uniformes, nadie se extrañó de mi presencia a esas horas, confundida entre niñas desconocidas, que eran las únicas que poblaban las calles vacías. Caminé toda la tarde, extrañándome de lo grande que era la ciudad y de que nunca acabase. Todas las casas eran iguales. Diferían en tamaño, color y detalles, pero en el fondo eran las mismas. Eran pesados edificios, llenos de vejez y tristeza. Cuánto más avanzaba se tornaban más viejos y descuidados.
De noche llegué a una plaza inmensa, llena de gente que gritaba parada. Estaban muy agitados y levantaban los brazos, pero hablaban un lenguaje tan diferente al mío, que parecía otro idioma y no comprendía nada. En eso tiraron balas y se apagaron las pocas luces que había. Una masa desordenada corrió en direcciones diferentes.
Antes de se apagasen las luces, logré divisar a mi hermano. A pesar del tiempo transcurrido, lo reconocí sin dificultad. Más alto y guapo que antes, agitaba un brazo herido.
- ¡Córrete de aquí, niña! ¿Dónde están tus padres? – gritaba un guardia.
Lo miraba en silencio sin saber que decirle. En eso alguien me cogió del hombro.
- Es mi hija – dijo una voz sulfurosa y masculina – No hay como cuidarla. Sale por donde sea cuando ve gente.
El guardia sonrió amargo y todo fue lejano e incomprensible. Me habían raptado los demonios.

De la novela "Entre el Cielo y el Infierno, un Universo dividido"

Publicada por Ignacio Prado Pastor Editor
Primera Edición: Lima, 1988
Reimpresión: Lima, 1993

Como "Un Universo dividido"
Lima, Ediciones Altazor, Colección Anatema, 2016

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