jueves, 29 de noviembre de 2018

Sobre "La reina altiva" de Elżbieta Cherezińska


Esta será una breve reseña de la saga „La reina altiva” de Elżbieta Cherezińska. Saga que gira en torno al personaje, conocido como Sigrid la Altiva, quien llegara a ser reina de Suecia, Noruega y Dinamarca, así como madre del rey de Inglaterra. Su nombre en polaco era Świętosława, Santaslaue en su versión en latín y „Gloriosa en la santidad” en su traducción literal al castellano. Pero, para facilitar la comprensión del texto al lector hispano, la llamaremos aquí con el nombre con el que la llamaban los vikingos: Sigrid.
La saga consta de dos novelas: „La altiva” y „La reina”, cada una de más de 590 páginas. Y es que la narración nos habla de sesenta años de la historia de Europa, desde el año 966 hasta pasado 1025. Comienza antes del nacimiento de Sigrid y termina unos años después de su muerte, cuando se encuentra con su hermano Boleslao el Bravo en el más allá.
Y es que, como dijimos, la saga gira en torno a Sigrid, pero no nos habla sólo de Sigrid, sino de toda la red de personajes y circunstancias, de las que era parte y en las que se veía envuelta. Comienza en abril del año 966, cuando el príncipe Mieszko I de la dinastía Piast, conocido en castellano como Miecislao I, se convierte al cristianismo, dejando de lado la religión de sus ancestros, la religión eslava, cuyo dios principal Światowid, "el que mira el mundo”, era representado con una cabeza de cuatro rostros. Miecislao era el príncipe de los polanos, tribu eslava que se asentó hace más de mil años en la cuenca del río Varta, dando origen a Polonia. Polanos significa gente del campo. Pero polana significa también claro del bosque. Y era por eso, que a Miecislao le gustaba decir, que era el Príncipe de los claros del bosque, en una época, en la que los terrenos  de su principado, estaban aún, en su mayoría, recubiertos de bosque.
Antes de bautizarse en el río Varta, Miecisalo desconoció a sus siete esposas paganas. Se casó luego, ya por el rito cristiano, con la princesa checa Dobrava, madre de Sigrid y Boleslao. Sigrid nació pues, en una época de cambios, una época en la que Europa aún se debatía entre el cristianismo, representado por Roma y el Emperador Romano Germánico; y el paganismo. Al decir "paganismo" utilizamos la terminología de los cronistas de la época, si bien, unos eran los dioses nórdicos, adorados por los vikingos y otros, los eslavos. Pero el término „paganismo” abarcaba a todos y así es como pasó a la historia.
Esta división se daba incluso dentro de la misma familia. Ya que, mientras Sigrid y Boleslao, se criaron como cristianos; sus medio hermanas, Astrid y Geira, hijas de las anteriores esposas de su padre, lo fueron como paganas. Astrid era hija de Urdis y nieta de Dalwin, señor de la isla y el puerto de Wolin en el mar Báltico. Siendo el puerto un cruce importante de las rutas de comercio, al que llegaba gente de diversos credos y procedencias, Dalwin dispuso un terreno, para que cada quien tuviera un lugar para rezar. Tenían pues su templo, uno contiguo al otro, los judíos y los musulmanes; los nórdicos y los eslavos. Los únicos que se negaron a tener su templo allí fueron los cristianos, quienes, por considerar su religión como la única verdadera, no querían compartir el mismo espacio con los paganoss.
Urdis, la madre de Astrid murió al darla a luz. La niña creció, heredando la belleza de su madre. Su cabello era del color de la resina líquida. Astrid tenía la capacidad de predecir el futuro. Sabía también de hierbas y qué dosis aplicar, para que la planta se convirtiera de curativa en venenosa. Geira, en cambio, era hija de la hermosa Gunn, a quien Miecislao había rescatado del cautiverio. Gunn era nórdica y se decía de ella, que murió de añoranza por su tierra.
Entre la red de personajes, que rodeaban a Sigrid en aquella época, tenemos a Duszan (alma en masculino), y Dusza (alma en femenino). Eran dos niños, que Miecislado escogió para sirvientes personales o „sombras” de sus hijos, pues habían nacido los mismos días que ellos. El niño de Boleslao y la niña, de Sigrid.
Estaba también Oda, con quien Miecislao se casó, luego de la muerte de Dobrava, y los hijos que tuvo en ella. Oda provenía de una familia poderosa y antes de casarse con él, había sido monja en un convento en Kalbe.
Sigrid creció, deviniendo en una hermosa doncella de una larga cabellera color ámbar, ojos verdes, cual un gato y lengua afilada, cual una cuchilla. Y como los hijos de príncipes y reyes, no pertenecen a sí mismos, sino a la dinastía, Sigrid tuvo que acatar la orden de su padre y casarse con Erico el Victorioso, rey de Suecia, a pesar de estar perdidamente enamorada de Olav Tryggvason, pretendiente a la corona de Noruega. Así que a la edad de quince años, Sigrid, acompañada siempre de su fiel almita (Dusza), cruzó el mar Báltico al encuentro de su destino y de su esposo, a quien recién habría de conocer.
Al llegar a Suecia no sólo habría de conocer a su esposo, sino otra lengua, otras creencias y tradiciones; las de los vikingos. Erico era pagano, quedando su palacio real frente al templo de Odín, Dios de la guerra, donde se hacían sacrificios humanos, cosa que Sigrid no soportaba. Por lo que, luego de algún tiempo, logró convencerlo para que le construya otra residencia en la localidad de Sigtuna.
Además, al llegar a Suecia, Sigrid entró a formar parte de una red, ya establecida, de alianzas y amistades, debiendo empezar a armar la suya propia. Entre los personajes que la rodeaban estaba jarl Birger, quien resultó ser un traidor. (Jarl era el nombre que recibían los caudillos vikingos). Y Ion, un monje cristiano, a quien Erico le trajo, a modo de regalo, de alguna de sus expediciones. Estando en Suecia, recibió de parte de Olav Tryggvason, quien mientras tanto se había casado con Geira, un regalo particular: dos linces domesticados.
Pasó el tiempo. Sigrid dio a luz a un hijo, Olof, quien posteriormente llegó a ser rey de Suecia. Boleslao se casó con la princesa húngara Karolda, quien murió poco tiempo después, dejándole un hijo varón, Bezprym. Sigrid se enteró que Miecislao estaba moribundo, por lo que viajó a Polonia, acompañada de sus linces y un séquito de vikingos armados, para despedirse de su padre y apoyar a Boleslao en su pretensión al trono, frente a sus medio hermanos, los hijos de Oda. Fue allí que conoció a Emnilda, la segunda esposa de Boleslao y a sus hijos.
Luego de la muerte de Erico, Sigrid, por ser cristiana, se libró de que la quemaran  con el cuerpo de su esposo. Quemaron en su lugar, a una chica joven, con la que Erico mantuvo alguna relación. Sigrid, la reina viuda, era un buen partido, por lo que empezaron a aparecer los pretendientes. Entre ellos Olav Tryggvason, quien también era ya viudo, pues Geira había muerto al dar a luz, pero otra vez el destino se interpuso. Sigrid se vio obligada a casarse con Sven Haraldsson, rey de Dinamarca, quien llegó con una flota de vikingos armados, dispuesto a invadir el país, si es que ella no lo aceptaba. Parte del acuerdo pre-matrimonial fue que Olof seguiría siendo el rey de Suecia. Así que Sigrid partió con Sven a Dinamarca, dejando a su hijo de doce años a cargo de Wilkomir, hombre de confianza de Boleslao.
Y otra vez le tocó adecuarse a una nueva corte, un nuevo esposo y un nuevo lugar.  Entre los personajes extraños de aquel sitio estaba Arnora, la última de un linaje principesco opuesto al de Sven, quien andaba continuamente esposada, arrastrando sus cadenas. Ya muchos años después, luego de la muerte de Dusza, Sigrid se enteró, que ésta provenía de la misma familia que Arnora, sin llegar a saberlo jamás. Otro de los personajes era Tyra, hermana de Sven, quien estaba prisionera en el castillo, pudiendo salir sólo a la capilla y siempre controlada por la gente del rey.
Y otra vez pasaron los años, cual las cuentas de un rosario. Sigrid tuvo cuatro hijos más, dos hombres y dos mujeres. Hasta que cierto día Tyra se fugó para casarse con Olav Tryggvasson, quien mientras tanto se había bautizado, convirtiéndose en el rey de Noruega. Quien tramó la fuga fue Boleslao, con el afán de enemistar a Olav y Sven. Logró su propósito, pues ante tamaño desaire, Sven se lanzó a la guerra. Sigrid, subrepticiamente, se puso del lado de Olav, contra su propio marido. Intrigó para que su hijo apoye a Olav y no a Sven. Pagó con dinero contante y sonante a Astrid, para que los vikingos, que acaudillaba su marido, Sigvald, apoyaran a Olav en la batalla. La idea, aprobada por Olav, era que luego de la muerte de Sven, éste dejara a Tyra y se casara con Sigrid, la reina viuda.
Pero las cosas salieron de otra manera. Tanto Olof, como Sigvald, a pesar de la promesa dada, apoyaron a Sven en la Batalla de los Tres Reyes. Llamada así, pues participaron en ella Olav, rey de Noruega, Olof, rey de Suecia y Sven, rey de Dinamarca. Olav fue derrotado y se tiró al agua, para que no lo prendieran vivo. Sven se convirtió en el rey de Noruega y Dinamarca. Tyra se dejó morir de hambre. Y Sven, quien se enteró de la traición de Sigrid, la expulsó de Dinamarca, quedándose él con los hijos, pues como ya dijimos, los hijos de los reyes pertenecen a la dinastía. Sigrid, con su séquito de gente fiel, regresó a Polonia, donde su hermano Boleslao.
Y pasaron doce años más. Sigrid sufría, viendo crecer a los hijos de su hermano, mientras ella estaba lejos de los suyos. Sven, luego de bastantes años, volvió a partir a Inglaterra, con la idea de saquear el país y tomar Londres, que nunca antes se le había rendido. Llevó consigo a su segundo hijo Knut, conocido en la tradición hispana como Canuto el Grande, dejando en Dinamarca a su hijo mayor, Harald. Esta vez si logró tomar Londres, donde falleció prontamente, designando como su heredero a su segundo hijo, Canuto.
Canuto retornó a Dinamarca con su esposa Elfgifu, hija de una familia poderosa del Norte de Inglaterra y su hijito. La guerra civil entre los dos hermanos, Canuto y Harald, se veía avecinar. Queriendo evitarla, ambos acordaron ir donde su madre para pedirle consejo. Y así fue que cierto día aparecieron sorpresivamente delante de Sigrid, quien los reconoció, a pesar de no haberlos visto durante años.
Sigrid se despidió de Boleslao y retornó a Dinamarca con sus hijos. Se acercaba el día en el que los caudillos vikingos, reunidos en Viborg, decidirían cual de los dos hermanos sería el próximo rey. Luego de la misa y antes de proceder a la elección, Sigrid pidió la palabra. 
- ¡Qué conforme a la voluntad de su padre, Harald sea el rey de Dinamarca! - dijo - ¡Y que Canuto sea el rey de Inglaterra, recuperando la corona que los ingleses le arrebataron, luego de la muerte de Sven! ¡Y que todos los caudillos vikingos colaboren con la expedición!
Aparentemente el problema había sido resuelto. El conflicto había sido evitado, pero todavía faltaba tomar Inglaterra. Los caudillos de Suecia, Noruega y Dinamarca colaboraron con la mayor expedición vikinga nunca vista que llegó a las costas de Inglaterra. Con ellos viajaron Sigrid, a pedido de su hijo, Elfgifu y el niño.
Los nobles de Inglaterra estaban divididos. Hubo batallas, pero también traiciones. Finalmente Canuto se hizo rey de Inglaterra. Siguiendo el consejo de Sigrid, dejó de lado a Elfgifu, con quien ya tenía dos hijos y se casó con Emma de Normandía, viuda de Ethelred el Indeciso, de la Casa Real de Wessex. De esa manera se legitimaba como rey ante la población del lugar. A Elfgifu le prometió a cambio la corona de Noruega para su hijo.
Y fue en Londres, donde Sigrid la Altiva, madre de los reyes de Suecia, Noruega, Dinamarca e Inglaterra, vio el fin de sus días. Llegando al más allá se cruzó primero con aquellos, cuya muerte había causado, como los que cayeron en la Batalla de los Tres Reyes, o aquellos a quienes había dado muerte con su propia mano, como jarl Birger. Pero logró vencer el pavor y siguió avanzando, siguiendo unas manchas de luz, que veía a lo lejos. Y se encontró con quienes le fueron fieles hasta la muerte, con el Gran Ulf y Wilkomir, quien murió protegiéndola de un atentado contra su vida. De pronto se halló ante las puertas del Valhalla, el paraíso vikingo, y vio a Erico y Sven, quienes habían sido enemigos en vida, riendo, mientras bebían del mismo cuerno. Junto a ellos, también feliz, estaba Arnora. Casi entra allí, pero Wilkomir la apartó a tiempo, diciéndole que ése no era su más allá. Entonces escuchó la voz de su querida Dusza y cayeron la una en brazos de la otra.
- Cuéntame - le pidió Sigrid, refiriéndose seguramente al último encargo, cuya respuesta ya Dusza no le llegó a traer.
„- Tranquila - la calmó Dusza - Tenemos toda la Eternidad”. *
Entró luego a otra sala, en la que estaban su padre Miecislao, su madre Dobrava y su madrastra Oda. Miecislao la alabó por sus acciones, diciendo que no la había valorado lo suficiente. A lo que ella le respondió que al llegar a una meta, desplazaba el horizonte, tal como él se lo había enseñado.
Cruzó un umbral y se encontró con Olav, quien quería mostrarle la aurora polar, que ella nunca había visto en vida.
„- Valió la pena morir, para encontrarte después de la muerte” ** - murmuró entonces Sigrid, abrazándose a él.
Pero Dusza la llamó, porque tenía que salir a saludar a Boleslao, que ya estaba llegando. Pues, mientras ella saludaba a todos, en la Tierra pasaron unos cuantos años.
Luego de despedirse de su padre, Sigrid y Boleslao, los primeros en ser coronados de la dinastía, precedidos por Dusza, Duszan y los linces, entraron de la mano, a ser los primeros en ocupar la nave de los Reyes Piast en el Paraíso.

Ambos libros vienen acompañados de mapas de los reinos y regiones mencionados, así como de una genealogía de la familia real de cada reino e Imperio en cuestión: el Imperio Romano Germánico, Polonia, Suecia, Noruega, Dinamarca, Inglaterra y la Rus de Kiev. La autora dedica la novela a todas aquellas mujeres, marcadas en la genealogía, con un triste N.N.


* Elżbieta Cherezińska, „La reina”, p. 550
** Op. cit., p. 556
Traducción: Isabel Sabogal Dunin-Borkowski

Fichas bibliográficas:
Elżbieta Cherezińska: „La altiva” (Harda)
Elżbieta Cherezińska: „La reina” (Królowa)
Poznań, Editorial Zysk i S-ka, 2016
Idioma: Polaco

jueves, 22 de noviembre de 2018

Sobre los poseedores de zapatos de invierno

Presentamos aquí el segundo texto de Katarzyna Czajka - Kominiarczuk, historiadora y crítica de cine. La autora está haciendo actualmente un doctorado en Sociología en la Universidad de Varsovia y escribiendo en el blog Zwierz popkulturalny (Animal de la cultura pop), del cual provienen estas líneas.

Miro por la ventana y sé que debo encontrar mis zapatos de invierno. No hay salida - una ligera capa de nieve cubre la calle. Seguramente está resbaloso. Y yo no sé dónde he puesto los zapatos de invierno con una suela realmente gruesa. Al buscarlos nerviosamente en el pasadizo, se me ocurre pensar en cuánto significa el hecho de poseer zapatos de invierno.

Tengo zapatos para el verano, tan ligeros, que siento cada rugosidad de la vereda, y otros para la primavera - cerrados, porque aún puede llover. Tengo unos para el otoño temprano y otros para cuando noviembre llega con la lluvia; para un invierno ligero y para un invierno tardío. Tengo zapatos con suelas gruesas y delgadas, forrados y ligeros. Zapatos para cada estación del año. No aquellas cuatro, marcadas por la división más simple, sino al menos seis. Pues cualquiera te dirá que no se atraviesa el comienzo de octubre, con los mismos zapatos, que el fin de noviembre. 

También tengo casacas. Una ligera para el verano, como para echarla en la mochila, por si pudiera llover; y otra de cuero, para setiembre, por si, de vez en cuando, sople un viento más frío. La ligera de otoño, para cuando hay que abrocharse y la más cálida, para las noches en las que soñamos con tener la calefacción prendida*. El abrigo invernal de rigor, para los días cuando estar en el paradero pareciera ser comparable a la conquista del polo. Añadamos a eso los gorros, bufandas, chales, guantes - los que tienen dedos y los que no los tienen. Medias abrigadas, camisetas, el bolso con la ropa de invierno, el bolso con la veraniega. Luego de unos cuantos meses, saludos y despedidas. Hasta luego, vestido ligero; buenos días, falda de lana; hasta luego, gorrito; hola pañolón. Ciclo inacabable de mover las cosas de un lugar a otro, igual nunca caben todas.

En medio de toda esa caravana de cambios de vestuario, siempre me pregunto, ¿cuánto define quién soy el hecho de la necesidad de poseer zapatos de invierno? Con cuánta facilidad asumimos totalmente la responsabilidad de quiénes somos. Obviamente, consideramos la influencia de la familia o la posición social, ¿pero del clima? Sin bromas.  Empero, cada vez que inicio mi limitación de movimientos invernal - pues cada movimiento innecesario de la mano es una pérdida de calor, me pregunto si sería acaso la misma persona, al no helarme. Pues hay gente en el mundo, que no conoce ese frío que te cala por dentro, cuando en una tarde de invierno esperas el bus, luego del anochecer. Que no conoce la sensación de replegarse sobre sí mismo, para no sentir ese viento terrible. Seguramente tampoco saben lo extrañamente maravilloso que es, cuando al fin, después de todo le invierno, se calza zapatos más ligeros y de pronto se siente con mayor intensidad el mundo bajo los pies. No como cuando una suela gruesa nos separa de él.

Y además eso no es todo. Desde octubre empezamos a vivir en un mundo, cuya falta de luz aceptamos con humildad. Nos arrimamos a las lámparas y lucecitas, tenemos visiones de una avería en el sistema de cómputo, que nos permitiera quedarnos en casa. Y es que salimos de ella cuando es oscuro, regresamos cuando es oscuro y el resto del tiempo lo pasamos suspendidos en un gris sombrío. Como que no llevamos la cuenta, pero en realidad la llevamos, de cuando el día empieza nuevamente a desarrollarse, se nos hace más fácil vivir, hasta lograr la plenitud en aquel instante veraniego, en el cual nos acostamos de día y nos levantamos de día. La clara división de las estaciones del año, facilita además, la ubicación en el tiempo. Ya florecen las lilas, hay castaños, todavía hay cerezas, los árboles ya lucen anaranjados, los charcos se cubrieron temprano de hielo, la primera nieve, los primeros brotes en los árboles. Cierras los ojos y puedes situar el recuerdo, ni siquiera ya en el día o el mes, sino también en el color cambiante de las hojas de los árboles.

Hay lugares en el mundo donde la temperatura es siempre más o menos similar. Donde la duración de los días y noches casi no varía. Hay países con un clima tan fijo, que cualquier desviación levanta sospechas. Hay gente que jamás tuvo que comprar zapatos de invierno. Y aquellos que sobrevivieron a la época de lluvias. Hay noches blancas y los crudísimos inviernos del Norte. Mientras sigo en el pasadizo, preguntándome dónde es que están mis zapatos, altos, pesados y un tanto grandes - como para contener medias gruesas, pienso un instante en todos esos lugares en los que siempre hace calor. ¿Seguiríamos siendo acaso nosotros mismos sin aquella entrañable añoranza del sol, sin la baja de ánimo en otoño, sin el conteo mental de los días y semanas que nos separan de la primavera? ¿Se apagaría acaso ese conteo, cayendo en su letargo específico, al tener en mente un sólo y único pensamiento: „Hasta la primavera, tan sólo hasta la primavera”. ¿Acaso trabajaría igual, pensaría igual, si no hubiera esa oscuridad que cubre la tierra de octubre a enero, haciéndome pensar en la cama, como en el lugar más hermoso del mundo? ¿Acaso se puede ser realmente feliz en un país en el que te hielas? ¿Acaso se puede ser realmente productivo, viviendo en una de esas cálidas latitudes geográficas?

Me viene a la mente la idea que tal vez no sea cierto, que lo que más divide a la gente en el mundo son las creencias religiosas y opiniones. Pues, finalmente, eso se puede vencer   a través del debate, el conocimiento mutuo, la conversación. Pero nada cambiará el hecho de que un habitante promedio de Egipto verá la nieve sólo unas cuantas veces en su vida, o que hay lugares en Kenia, donde la temperatura siempre es la misma - tan, pero tan fija, que para un keniano, el clima de Polonia puede ser demasiado cálido o demasiado frío. Qué lejos estamos de sí en esos recuerdos, en esa percepción del mundo. Qué extraño es vivir en Polonia, donde no soportamos el frío de los pueblos del norte, pero tampoco podemos gozar de la suavidad de los climas del Sur. Tal vez sea eso lo que nos convierte en seres tan taciturnos, suspendidos en la impotencia climática. ¿Acaso no deberíamos conversar con más frecuencia sobre hasta qué punto somos hijos del clima en el que vivimos? Tal vez eso haría que empezáramos a considerar la lucha por frenar los cambios climáticos como algo que atañe, no sólo a los científicos, sino también a nosotros mismos. No quiero pensar en un futuro en el que no conozca la nieve.

Al fin encuentro mis, un tanto grandes, zapatos de otoño. (Al menos cabrán las medias).  Si llueve demasiado, se mojarán y recordaré nuevamente lo terribles que son los zapatos mojados. En un momento me acuerdo de las huacas piramidales limeñas - están hechas de adobe, pero como allí nunca llueve, las huacas se yerguen desde hace años. Pienso que aquí no duraría mucho. Anudo la bufanda a la altura del cuello, y trato, al cerrar la casaca, de no dañar ningún fleco con el cierre automático; y pienso en cuánto toda esa ropa limitará mis movimientos, de qué manera tendré que planificar mi día, para cuánto menos, tener que ponérmela y sacármela. Al ajustar el gorro sobre las orejas, llego a la conclusión de que no sería yo misma, si no conociera esa sensación de pesadilla del cabello electrizado, bajo el gorro. Al ponerme los guantes, que convierten cada actividad en diez veces más difícil, se me ocurre la idea, de que hasta el uso de los teléfonos móviles me marca el paso del cambio de las estaciones. Cuando en noviembre empieza a llover a cántaros, el celular aterriza irreversiblemente al fondo de la mochila. Igual hace demasiado frío como para sostenerlo en la mano.

Al abrir la puerta hacia el mundo gris veo, que una ligera capa de nieve cubre las siguientes gradas de la entrada al edificio. Hago el primer paso. Está resbaloso, así que me voy de largo dos gradas hacia abajo. Al recuperar el equilibrio, respiro profundamente. Sigo viva. Mañana, indefectiblemente mañana, debo encontrar mis zapatos de invierno.

Katarzyna Czajka-Kominiarczuk
Traducción y notas: Isabel Sabogal Dunin-Borkowski

* En los edificios conectados a la red de Calefacción Central, los usuarios no deciden cuando es que ésta empieza a funcionar.


Nota: Estas líneas fueron escritas en diciembre del 2017, pocos meses ante de que empezaran a sentirse los efectos del cambio climático en Polonia. De todas maneras, el clima no ha cambiado aún del todo, por lo que esperamos que sirvan de guía para quien se sienta perdido en la realidad climática polaca.

jueves, 15 de noviembre de 2018

"Tenías, Polonia, un cuerno dorado" por Katarzyna Czajka-Kominiarczuk

La autora de estas líneas, Katarzyna Czajka - Kominiarczuk, es historiadora y crítica de cine. Actualmente está haciendo un doctorado en Sociología en la Universidad de Varsovia y escribiendo en el blog Zwierz popkulturalny (Animal de la cultura pop), del cual proviene este texto.


El once de noviembre de 1918 se acabó la Primera Guerra Mundial. El conflicto en el que perdieron la vida más de diez millones de personas (según diferentes cálculos) y otras tantas quedaron heridas, llegó a su final. El frente se quedó en silencio. Los soldados fueron enviados a sus casas. Las familias, pendientes de las noticias del campo de batalla, suspiraron aliviadas. La Gran Guerra había de finalizar todas las guerras. Y había de reinar la paz. Y en esa paz, había de nacer un nuevo mundo, enriquecido por una experiencia, que de una vez por todas, había de cambiar nuestro concepto sobre cuánto vale la pena sacrificar en defensa de las fronteras.

Retornemos por un instante a aquel momento de hace cien años. Imagínense por un instante como había de ser aquel día para todos aquellos, que esperaban el retorno de sus seres queridos. Todas aquellas madres, novias y hermanas que suspiraron aliviadas. Los padres, tíos y hermanos, que al fin podían dejar tranquilamente, de seguir las noticias del frente. Cómo había de ser aquel día para todos aquellos, que jamás soñaron, que vivirían en un país independiente. Que hablarían en polaco, que tendrían su presidente, su premier, su propio gobierno y parlamento. Cómo había de ser aquel día para todos aquellos que recordaban los tiempos en los que la independencia de Polonia, parecía una fantasía salvaje, el sueño de un demente o el suspiro del siguiente poeta romántico. En ese mundo de esperanza había también mucha inquietud. Piensen tan sólo en todos esos polacos que vivieron toda su vida bajo los gobiernos invasores. Tal vez tenían un buen puesto en la administración pública, tal vez trabajaban en el correo o en el servicio ferroviario y ahora todo había de cambiar. En medio de la alegría había también mucha inquietud e inseguridad - como siempre, cuando se inicia algo totalmente nuevo y desconocido. Todo era posible, así que había sobre qué soñar y qué temer. Y simultáneamente - al fin, después de tantos años, se podía decir - estoy en mi casa, en mi país, en mi patria.

Aquella Polonia no era la Polonia en la que vivimos ahora. Aquello que para nosotros es obvio aún no había sido establecido. Aún tendríamos que luchar por la definición de las fronteras. Establecer con qué moneda concreta pagaríamos. Cuál sería la distancia entre las ruedas de nuestros vagones. Qué correo sería el que perdería nuestras encomiendas. Qué días serían feriados. Y quién firmaría los documentos más importantes. Era un país con millones de problemas. Pero también con millones de esperanzas. Era un país de muchas lenguas y muchos alfabetos. De gente que confirmaba su fe en Dios, yendo a diferentes templos. Era un país en el que unos se habían acostumbrado a la administración zarista y otros a la prusiana. Unos sabían con certeza que sus asuntos serían resueltos y otros no tenían ni la menor esperanza de que lo fueran. Era un país, aún no atravesado por las inmensas tragedias, que nos despojaron de toda esa increíble multiplicidad, que en estas tierras siempre existió y que constituía a la vez nuestro orgullo y problema. Quien al día de hoy se alegra de la monoculturalidad de Polonia, ése se alegra de la tragedia que nos tocó en suerte.

El que vivamos en nuestro país está indirectamente relacionado con esas millones de víctimas de la Gran Guerra. De aquellas que perdieron la vida en el frente de la Gran Guerra. Jóvenes muchachos que jamás se imaginaron que participarían en una guerra como ésa. Porque nunca antes hubo una parecida. Y sus muertes - por las fronteras, los acuerdos, la política y la forma del mundo - fueron la base de nuestra independencia. Así que éste es exactamente el día, en el que, en vez de pensar tan sólo en nosotros mismos, deberíamos pensar también en ellos. En ese nudo cruel de circunstancias que hizo, que nuestra alegre fiesta nacional, sea a su vez el día, en el que debamos recordar su muerte. Y quisiera decir que tenemos cierta responsabilidad frente a aquellos millones de vidas perdidas. La responsabilidad de que el país que surgió en base a ese sufrimiento, sea un país mejor y más sabio. Conciente de todo aquello, de lo que no eran concientes los políticos que enviaron a los soldados a las trincheras. Eso sería lo justo y adecuado.

Pero el mundo no es justo ni adecuado. Ahora sabemos que los soldados que retornaban luchaban con el trauma de postguerra, en medio de una vida que, tal vez, quedó despojada de sentido. Sabemos que poco después de finalizada la guerra, pasó por la aún destruida Europa, la gripe española, segando la vida de todos aquellos que creyeron haberse salvado, librándose de las garras seguras de la muerte.  Sabemos que el sueño de un mundo nuevo fue pasajero, y la paz eterna, resultó ser una fantasía que duró tan sólo veinte años, antes del nuevo conflicto que hizo que la Gran Guerra, se grabara en nuestra memoria, como pequeña e inofensiva. Y otra vez, luego del siguiente conflicto, habíamos de vivir en un mundo nuevo, lleno de paz e igualdad. Y como siempre, no sucedió.

Y esas son las injusticias que siento, cuando Polonia celebra la recuperación de su independencia con la marcha de la ONR (Agrupación Radical Nacional) y los fascistas europeos, quienes conjuntamente con el presidente y el premier, avanzan por las calles de una ciudad, que es un monumento vivo de aquello a lo que nos pueden conducir las guerras.* Cuando avanzan así comprendo, que es vana cualquier esperanza en un mundo mejor. Que no somos capaces de aprender nada. Mi furia tiene además un matiz auténticamente personal. Porque no es que mi familia haya trabajado desde hace cien años a favor de Polonia - no es que mis antepasados hayan luchado en las Legiones Polacas, para que ahora sucedan aquí tales cosas. Procedo de una familia judeo-polaca y esa marcha me expulsa fuera de los márgenes de Polonia. A pesar de que es un país, al que mis ancestros, se sintieron de una manera bastante estúpida, unidos. Nadie logró sacarnos de acá, a pesar de que, de vez en cuando, había tales intentos. Y siempre nos quedábamos a nombre de una ligazón, verídica y sincera, al país. Una ligazón, que varios de los que marchan gritando „Polonia para los polacos” jamás comprenderán. No es difícil amar un país en el que te quieren. Pero sí lo es, amar un país en el que no te quieren.

El once de noviembre se acabó la Primera Guerra Mundial. Polonia se convirtió en un país independiente. Todo aquello que hasta hacía poco parecía ta sólo una fantasía, se hizo posible. Había mucho trabajo por delante, pero - al fin había de existir el país, que tantos soñaron, sobre el cual se escribió tantos poemas, sobre el cual hubo tantas discusiones, a pesar de no haber aún, ni siquiera una huella de las fronteras en el mapa.  Todo estaba lleno de esperanza. Y cuando ahora veo las calles de Varsovia, por las cuales pasean los nacionalistas, pienso, que todas aquellas esperanzas de lo que pudo haber sido Polonia, se consumen entre los cohetes rojos, los lemas nacionalistas, los gritos racistas y los huéspedes fascistas. Me aterran también las personas, que gustan pensar de sí mismas, como de lindos patriotas, mientras marchan conjuntamente con la ONR, sin reaccionar. El ignorar el fascismo y el nacionalismo, su normalización, me duele, no menos, que los huéspedes de las agrupaciones fascistas italianas. Si consideras que el marchar al lado de un fascista está en regla, entonces tenemos un problema. Y aunque no acepto tal situación, siento una impotencia tan grande, que me alegra observar esta conmemoración desde lejos.** Y aunque se me ocurre, que tal vez sería bueno, observar el país, ya siempre desde la distancia, sé que jamás lo dejaré. Porque sólo en Polonia puedo decir: „Tenías, villano, un cuerno dorado”.*** Y todos lo comprenderán.

Katarzyna Czajka-Kominiarczuk
Traducción y notas: Isabel Sabogal Dunin-Borkowski


* La ciudad de Varsovia fue totalmente destruida durante la Segunda Guerra Mundial y reconstruida después de la misma.
** La autora escribió estas líneas, estando por unos días en Berlín.
*** Alusión a las palabras finales del drama „La boda” de S. Wyspiański, en el cual el personaje a quien le fue dado el cuerno dorado para llamar a la insurrección, se da con la sorpresa que el cuerno ha desaparecido, quedando en sus manos una simple soga.

domingo, 4 de noviembre de 2018

Huancayo - Presentación del libro "Agricultura tradicional yunga"


Se invita por la presente a la presentación del libro "Agricultura tradicional yunga" de José Rodolfo Sabogal Wiesse en la ciudad de Huancayo. La misma estará a  cargo de Alhelí Málaga Sabogal.

Fecha: Miércoles 7 de noviembre del 2018
Hora:  5:30 p.m.
Lugar: Universidad Nacional del Centro del Perú 
Marco: X Congreso Nacional de Sociología 
Mesa de Trabajo Nº 16: Procesos rurales y urbanos
Nombre: "Agricultura tradicional yunga" de José Sabogal Wiesse: un texto para el presente